martes, 15 de abril de 2008

confesión

F recuerda el día en el que abrió el sobre; lo había tenido en sus manos durante horas dándole vueltas, palpándolo sin poder decir cuándo abrirlo. Quien se lo entregó no tenía idea de qué venía dentro; tan sonriente ella. F tampoco sabía con seguridad qué encontraría al ver su contenido, pero su intuición nunca había fallado. Y no fallaría en aquella ocasión. Con el sobre aún sellado, y esquivando a paso firme autos y gente, F caminó hacia ese mirador que domina la vista de la ciudad, lugar donde se pasaba horas observando el bullicio a sus pies, pendidos en el aire. Con la vista perdida en el horizonte, pensó en lo mucho que odiaba la ciudad cuando recién llegó y lo tanto que ahora la sentía suya. Aquí se se había sentido feliz, experimentó el amor en casi todas sus facetas y extrañó por vez primera. F había recorrido el mundo y más temprano que tarde siempre podía vérsele de regreso. "El camino a casa nunca es muy largo," pensaba. Sus amigos eran pocos y estaban diseminados. Ninguno de ellos conoció a otro más que por historias que F les contaba. Pero todos se habían dado la oportunidad de ver a F en su ciudad y quedar casi tan encantados de ella como su anfitrión.

F volvió a sentir el sobre entre sus dedos, sus ojos nublándose en él y en su mente no había otra cosa. Consciente de que no tendría olor, lo acercó a su nariz y sus entrañas se revolvieron. En su cabeza todo sonido se canceló. Abrió el sobre con ambas manos, con todo el cuidado del que fue capaz, como si se tratase de un objeto precioso y frágil. Sin vacilar, sacó la única hoja que contenía y leyó. El texto era poco elegante, inexpresivo, directo. F sintió cada parte de su ser sacudirse, en un estallido de adrenalina que lo dejó sin aliento y con la mirada hirviente. Su intuición se había probado a sí misma. Su sexto sentido no le falló.

F había aprendido a ser autocondescendiente desde muy pequeño: en sus defectos encontraba placer y se sentía incomprendido. Inventaba historias causales inverosímiles que él nunca se creería ni en el peor de sus juicios, pero las transmitía con tal pasión que aquel que las escuchara las daba por hecho. Algunas veces le falló, era natural, pero nunca le impidió continuar; mejoraba su técnica con el paso de los años. Los psicólogos nunca le ayudaron a salir del "problema", pero sí a que F dijera que no iba a clases "por ir a terapia". Le divertía sobremanera. Y ya que nadie importante nunca dijo que "estaba mal", lo hizo parte intrínseca de su vida. Años después, le serviría para aguantar situaciones tremebundas en las que ni llorar valía la pena. Intentó transmitir el método, sólo para darse cuenta que nada más él podía usarlo. Pero toda esta experiencia malsana no lo había preparado para lo que ese día confirmó. F se encontró en un territorio emocional que no sabía cómo franquear.

Pero no le huyó.

Su cuerpo somatizó a manera de obscenidad cada una de las emociones que su nueva noción despertaba. Inapetencia, hundimiento de los ojos, fotosensibilidad, náuseas ante el más mínimo olor, un humor furibundo y ahogado en si mismo. Perdió los deseos de viajar y escribir, casi siempre insaciables. Entendió lo que era ver la vida en gris. En ese claroscuro inexorable del que tanto hablan los versos de desamor y desesperanza.

La negó incontables veces e intentó restarle importancia, y pareciera que el hecho se alimentaba del rechazo que F le profesaba. Pero la patología psicológica le duró hasta que él lo decidió. Se extrajo todo el cuadro sintomático como veneno y el cambio le pareció asombroso y sencillo como presionar el interruptor y ver una luz encenderse. Reanudó la escritura y siguió viajando como él sólo sabía hacerlo, logrando no pensar en todo el tormento que se llegaba a causar al no tener ocupación. A punta de música y comida exóticas en algún sitio lejano, ahuyentaba las sombras; pasaba días frente al mar tan sólo observando la sonora inmutabilidad y sintiendo la sal en la piel. Le animaba ver los sellos en su pasaporte.

Pese a ello, lo que aquella hoja decía le zumbaba en el estómago como abejas enardecidas: era momento de comunicarlo, decírselo a quienes son importantes. No le resultó difícil decidirse. Incluso, después de masticar sus pensamientos lo suficiente, se dió cuenta de que era lo mismo que cuando se inventaba sus cosas y se las creía.

Sólo que esta vez si era real.
No se la había inventado.

Cruzó la puerta y los perros lo recibieron con el acostumbrado alboroto. Salvo ellos, no había ruido en la casa, pero F sabía que a esa hora siempre, alguien se vertía a la lectura en la estancia. Caminó sin hacer ruido y no hubo perros que lo siguieran. Y en efecto, una figura en el sofá parecía inmersa en el libro que sostenía. Aquí, F se sintió desmoronar. El tórax le apretaba el corazón, que F sentía resonar en las paredes de la estancia, como una música incorrecta, enferma. Su respiración lo delató.

"Hola, hijo."

F controló el temblor en sus rodillas y en sus ojos no había lugar para ocultar todo el miedo y desolación que lo inundaron desde que supo su devenir. Aún así, con las mejillas empapadas sonrió, en un esbozo de dulce abnegación que le duró el resto de sus días.

"Papá, estoy muriendo."